Irving Brown fue uno de tantos viajeros atraídos por el misterio de España, pero no fue un viajero más. A él de España no le interesaban tanto los monumentos ni los paisajes -aunque los describa con detenimiento-, ni los contrabandistas ni las majas, como, por encima de todo, algo mucho más concreto y al mismo tiempo etéreo: sus gitanos. Viene a España en su búsqueda. Y, naturalmente, los encuentra. Quizás, entonces, se encuentra a sí mismo. Porque Brown creía ser gitano, o acabó por creerlo, tanto empeño puso en ello ya en su Norteamérica natal. Por los mismos años en que Cansinos Assens se fingía judío o Manuel Machado se imaginaba moro, Brown gustaba de presentarse como gitano. Era su disfraz, su papel, su vita nuova. Y era perfectamente consciente de esta voluntaria suplantación: «Hay un cierto placer -escribe- en deshacerse de la propia personalidad y representar un papel.» Claro está que, con el tiempo, esta suplantación se internaliza, se acaba por asumir no ya como papel, sino como realidad. Lo que era suplantación se convierte en sustitución y en metamorfosis. Lo que atraía a Brown de la vida gitanesca era lo mismo que ha atraído a muchos. La libertad, el misterio, la fantasía... el rechazo de la vida ordinaria, gris y laboral que impone la civilización. Hasta España viaja Brown para conocer a estos gitanos por antonomasia, sobre los que ya había escrito su admirado Borrow. Su libro de 1922 será la crónica de su vagabundeo por Andalucía, porque, fuera de ésta, Brown sólo se detiene en Barcelona o, algo todavía más exótico, en Tánger. Su relato, no se puede negar, es fresco y entretenido. Nos devuelve a una España de principios del siglo XX, que poco tiene que ver con la de ahora. Por lo demás, Brown es sincero, y se puede tomar su narración como un testimonio bastante fidedigno. Busca gitanos auténticos, e incluso se traslada hasta Coria o hasta Guadix porque los de Triana le parecen demasiado agachonados. Pero reconoce que es posible encontrar entre los andaluces ciertos individuos que son «más gitanos que los propios gitanos.» Enrique Baltanás