El estudio de Miguel Macaya no está ni en el campo ni en la ciudad, sino en un polígono, entre unos montes bajos y el mar. Sólo el monte se intuye, más allá de la autovía por la que se llega a la calle Penedés. Y el mar, aunque no se vea, es importante que esté allí. Macaya se acerca a observarlo co...
El estudio de Miguel Macaya no está ni en el campo ni en la ciudad, sino en un polígono, entre unos montes bajos y el mar. Sólo el monte se intuye, más allá de la autovía por la que se llega a la calle Penedés. Y el mar, aunque no se vea, es importante que esté allí. Macaya se acerca a observarlo con frecuencia, dando un paseo en bicicleta o andando un rato por la playa. El mar está muy presente en sus cuadros. «Yo soy pintor.» No recuerdo la primera vez que lo dice, pero lo repetirá a menudo a lo largo de nuestras conversaciones. Y con razón. Como Orbaneja, el pintor ubetense del que nos da noticia don Quijote, Miguel Macaya pinta lo que sale de su pincel, y su obra no precisa más discurso que el que plasma en sus cuadros. Ni siquiera un título. En estas tres conversaciones, aprendemos cómo trabaja este pintor al que no le agrada la palabra «artista», cómo elige a sus animales y por qué desnuda los paisajes. Una pista, acaso, del orden que hay detrás de ese mundo algo enigmático que refleja su pintura.
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