El espectador no desea el horror, pero lo disfruta en el arte y lo sufre en la vida. Cuando se trata de la monstruosa combinación de lo abyecto y lo sublime, el goce se convierte en un placer nunca apaciguado, siempre problemático, con frecuencia irresuelto, que linda con lo fisiológico, incluso con...
El espectador no desea el horror, pero lo disfruta en el arte y lo sufre en la vida. Cuando se trata de la monstruosa combinación de lo abyecto y lo sublime, el goce se convierte en un placer nunca apaciguado, siempre problemático, con frecuencia irresuelto, que linda con lo fisiológico, incluso con lo patológico. Una retórica de los efectos que el espectador conoce bien; de efectos extremos que convierten al receptor en voyeur o en víctima (junto con la víctima exhibida), y que llegan incluso a transformarlo, cuando la crueldad se exhibe obscenamente, en un verdugo insensible. Miradas del horror que son placer del límite y placer al límite: así lo enseña el siglo XVIII. Este siglo del buen gusto elabora un sentido del límite, pues representar el horror significa, más que domesticarlo, hacerlo todavía disfrutable. Juego de límites que dejan de ser límites aludiendo a un infinito que a menudo posee los rasgos de lo sublime.
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