Entre 1936 y 1943, una parte de las montañas de los Apalaches, en Estados Unidos, se llenó de libros. El mérito fue de un grupo de mujeres a las que el gobierno del presidente Roosevelt, contrató para trabajar como bibliotecarias a caballo. Con nieve, lluvia o bajo un sol abrasador, recorrieron inca...
Entre 1936 y 1943, una parte de las montañas de los Apalaches, en Estados Unidos, se llenó de libros. El mérito fue de un grupo de mujeres a las que el gobierno del presidente Roosevelt, contrató para trabajar como bibliotecarias a caballo. Con nieve, lluvia o bajo un sol abrasador, recorrieron incansablemente caminos mal trazados hasta las aldeas y cabañas más recónditas. Cuando se iban de un sitio, los lugareños les despedían con la misma frase: “¡Por favor, no se olvide! ¡Tráigame un libro!”. Y es que los libros, en aquellos lejanos lugares donde la vida era muy dura, se convirtieron en preciosos objetos que les dieron la posibilidad de compartir algo nuevo, diferente, hermoso. Los libros fueron también puertas, ventanas, viajes a nuevos territorios, alimento para seguir enfrentándose a las dificultades del día a día.
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