Uno de los puntales, el alma escondida del campo base, era Jordi Sugranyes. Las primeras cartas que salían del Nepal hacia occidente hacían referencia, más o menos directa, a este hombre moreno, de piel tostada y ojos pequeños, donde brillaba una mirada dulce y afable, el cual, sin ser alpinista ni escalador de paredes vertiginosas, se vio literalmente arrancado de su casa —una masía reconstruida en el espeso y perdido corazón del Montnegre— y transportado, a través de los caminos del Nepal, hasta ese rincón agreste, frío y lejano donde se instaló el campo base del Everest.
Joyero de profesión, artesano de forma menuda y de metales nobles, prefiere la vida en el campo y la tranquilidad que ofrece el monte, el andar distraído y relajado por las sendas flanqueadas de hierba y el cantar de los pájaros. Observador y buen conversador, culto y atento siempre a escuchar, sobrevino, ya desde los primeros días de la marcha de aproximación, el personaje más destacado de la expedición: la variedad y el acierto de sus menús traducían su escondida capacidad de hombre de cocina y expresaban el esfuerzo y la preocupación que precedían a aquellos resultados tan gustosos y estimulantes. (Manuel Mateu i Ratera)
Este texto pertenece a un fragmento del capítulo «Camp base: una cuina, una ràdio i un gos», procedente del libro Everest, el repte d’un somni (Centre Excursionista de Catalunya, Club Alpí Català, 1984)
