Confieso que los editores me fascinan. Como lector busqué inconscientemente primero, y muy comprometido con ciertos catálogos después, su guía y su confianza. Son sin duda el gremiocultural más profesional, más brillante, mejor formado, más culto, más curioso, y el más humilde precisamente por saber...
Confieso que los editores me fascinan. Como lector busqué inconscientemente primero, y muy comprometido con ciertos catálogos después, su guía y su confianza. Son sin duda el gremio cultural más profesional, más brillante, mejor formado, más culto, más curioso, y el más humilde precisamente por saberse el más grande. En el Cuentahílos, Santiago Hernández ha sabido observar y vampirizar a los maestros del gremio que ha tenido cerca. Su universo, su obsesión y la vitamina de su clarividencia son los libros. En las generaciones que tenemos motivos para temer el ocaso de la cultura impresa y sentimos el crepúsculo de la Ilustración, jóvenes editantes como él consiguen contagiarnos esperanzas en un humanismo renovado, en la tranquilidad que supone saber que muchos se darán cuenta de que, al despertar de cualquier pesadilla distópica que escupan sin cesar nuestros dispositivos, el libro sigue y continuará todavía ahí.
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