Leer libros es la mejor manera que conozco de viajar, no solo a otros lugares sino también a otras épocas, incluso a otras formas de pensar el mundo, de interpretar la vida. Y, como todo viaje, nos enriquece. Y leer supone, al menos en mi caso, una especie de impulso para enfrascarme en mis propias ...
Leer libros es la mejor manera que conozco de viajar, no solo a otros lugares sino también a otras épocas, incluso a otras formas de pensar el mundo, de interpretar la vida. Y, como todo viaje, nos enriquece. Y leer supone, al menos en mi caso, una especie de impulso para enfrascarme en mis propias fabulaciones. Escribir sería, en ese sentido, una prolongación de la lectura. Además, leer nos enseña a mirar. La lectura, y también la escritura, es capaz de romper nuestros límites y abrirnos mentalmente a un plano de realidad al que no podemos acceder de otro modo. Yo creo que estamos configurados por la realidad y por la ficción. No podría asegurar ahora mismo cuál de las dos me parece más importante. Me da por pensar que cada uno nos sentimos el centro de nuestro universo, el protagonista de nuestra propia película. Todos llevamos un mapa mental de nuestro lugar en el mundo, una imagen que nos sitúa en el centro de todo lo que ocurre a nuestro alrededor. Y el mío se encuentra, sin duda y sin remedio, en el cuarto de mi biblioteca. El orden que impera en mi biblioteca podría definirse como caos absoluto. De hecho, no creo que nadie sea capaz de descifrar una pauta, una regla, un sistema que dirija la ubicación de cada libro. El orden está en mi cabeza y obedece a mis propias preferencias. Este es mi espacio de trabajo, mi lugar en el mundo, mi mapa vital empieza y termina aquí. Yo formo parte de este escritorio. No tiene sentido sin mí. Cuando yo no esté, él también desaparecerá. Los libros se desperdigarán y mi rastro se irá borrando indefectiblemente.
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