No es extraño que al escuchar la palabra anticuario frunzamos el ceño y nos llevemos la mano a la cartera. Nos vienen a la mente imágenes de establecimientos vetustos llenos de polvo, en los que los objetos se amontonan como las ruinas que ha dejado la Historia. Y el anticuario, testigo privilegiado...
No es extraño que al escuchar la palabra anticuario frunzamos el ceño y nos llevemos la mano a la cartera. Nos vienen a la mente imágenes de establecimientos vetustos llenos de polvo, en los que los objetos se amontonan como las ruinas que ha dejado la Historia. Y el anticuario, testigo privilegiado de interiores –de las casas, pero también de las miserias humanas–, negociante astuto y custodio de fondos de procedencia desconocida, no deja de ser una figura oscura y un tanto enigmática. En la imaginación popular, su oficio se asocia antes al cambalache de objetos que al valor de los objetos en sí. Se pasa por alto que, si los anticuarios no mediaran en su conservación, muchos de ellos se perderían para siempre. Sospechoso de ser cómplice –cuando no perpetrador– de robos, estafas y expolios, reina un gran silencio respecto a su papel como descubridor y restaurador. Porque si bien es cierto que el anticuario se gana la vida con el comercio, no lo es menos que el verdadero anticuario, aquel que se ha forjado entrenando el ojo para saber si una pieza tiene valor, es también una suerte de connaisseur. En estos trece episodios –en los que algunos lectores se reconocerán–, Artur Ramon, anticuario por herencia y por formación, aparta la cortina y nos invita a entrar en un mundo que comercia con lo superfluo pero que es también depositario de una idea de belleza que nos recuerda la tendencia de nuestra sociedad a confundir el arte con el lujo.
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