Miles de mujeres esculpidas en madera poblaron las proas de los barcos hasta bien entrado el siglo XX. La gran mayoría desaparecieron en naufragios o desguazadas. Muy pocas se conservan. No existe en la historia del arte nada parecido: ¿qué otras figuras han sido tan condenadas al martirio del desastre? ¿A qué otros productos artísticos se les solicitó semejantes proezas?
Hablamos de figuras sujetas a las máximas exigencias: con las pupilas bien abiertas, tenían que ser capaces de prever los peligros, de espantar las amenazas, de proteger a naves, cargamentos y tripulaciones, de representar a naciones, reyes, armadores y comerciantes, de recordar al hogar. Se les solicitó
entrega abnegada en el matrimonio con su barco y con los hombres que había dentro. Y, al mismo tiempo, cada una de ellas estaba atada a una biografía precisa, al rostro concreto de una mujer, de una madre, una esposa o una hija, pero también al universo viril, patriarcal, mercantil y colonial del capitalismo marítimo.
¿Qué función tenían en un espacio exento de mujeres de carne y hueso? Las mascaronas reflejan toda una política de género que las moldea y las inclina en las proas, y que da testimonio de un conjunto de patrones míticos, morales, religiosos, productivos, reproductivos, sexuales y laborales confeccionados en el mar sobre el cuerpo social femenino y que lo infectaron todo también en tierra. La historia de estas figuras, hoy tristemente pintarrajeadas en los museos, nos puede ayudar a comprender el modo en el que lo femenino se constituyó como política iconográfica de la modernidad.