Decía Borges que si pudiésemos trazar una línea que uniera cada uno de los pasos que los seres humanos damos a lo largo de nuestra vida, el resultado final sería un dibujo, cuya visión sólo le está permitida a Dios. Amores Difíciles propone al espectador el punto de vista de un dios accidental. Se trata de un mosaico en el que las piezas son cada una de las historias que se cuentan. El dibujo final que el espectador perciba, debiera ser, necesariamente, un estado de ánimo, una reacción afectiva en torno a las relaciones humanas y, en concreto, en torno al amor. El hilo de unión formal de las distintas historias es una emisora de radio que nos lleva de unos personajes a otros, quienes, a su vez, nos abren las puertas a nuevas historias. Esta propuesta genera una estructura en la que nos acercamos y nos alejamos momentáneamente de las diferentes tramas, lo que significa un montaje casi cinematográfico por momentos en el que la música, como en todos los programas de radio, juega un papel muy importante. En cuanto a las «ideas» que subyacen en el texto, el punto de partida es que, en el fondo, todos los amores son difíciles. Nuestras relaciones personales serían, entonces, un esfuerzo desesperado por representar papeles imposibles. Las relaciones afectivas serían un juego parecido al del teatro, en la que lo importante es no mostrar lo que ocurre detrás de bambalinas. El espectador sólo debe ver lo que ocurre en el escenario. En este sentido, Amores Difíciles es un paseo por las bambalinas y, en algunos casos, por las puertas y las calles anexas al teatro. Son zonas generalmente oscuras en la que los personajes de esta obra esconden sus auténticos deseos. Necesariamente, el marco debía ser la noche: la soledad de la noche en la que nuestros insomnes románticos exhiben sus vergonzantes sentimientos, ocultos en la intimidad de su casa o tras una furtiva llamada de teléfono.
