La generación que ha debutado en el siglo XXI viene con nuevos temas y nuevas formas, y una calidad que no entiende de tiempos.
Los poetas españoles que nacieron en la década de los 90 andan acuñando nuevos tópicos al tiempo que reformulan o impugnan los heredados. Ha vuelto (por sorpresa) el cristianismo, se han actualizado los poemas de amor (de signo homosexual en muchos casos) y sigue la filología haciendo de las suyas con sus juegos, con la propia cultura. Deslenguadas, nerviosos y más o menos libres, han sufrido con fuerza la precariedad, se han encontrado con una concepción más hostil de las ciudades, y han dado muchas vueltas a la vocación, el mundo laboral, las drogas, el sexo o los viajes. Experimentales o endecasilabistas, torrenciales o lacónicas, lo natural en cada caso es cierta dispersión autoconsciente, en general feliz (y a veces abiertamente cómica), y una estupenda diversidad en lo que al grupo aquí convocado se refiere: veintisiete poetas entre los 35 y los 25 años que han traído a la poesía en castellano un feminismo renovado, a veces un culturalismo neo-novísimo y a ratos algo de locura, un desbarre ilustrado y un presentismo alegre, un hedonismo que reivindica la amistad. Aquí no hay decepción, hay inquietud: bastante formación intelectual, poco futuro y ningún hijo real en un contexto en el que les ha tocado estar más atentos al Ikea que a los vencejos (aunque también los hay), prestar más atención a Netflix que a los cerezos. La primera generación de poetas españoles, y en español, que ha debutado ya en el siglo XXI viene con nuevos temas y nuevas formas y, lo que más importa, con una calidad que no entiende de tiempos, con la cuota de talento natural de siempre. No se dejan atropellar: antes atropellarían ellas y ellos. Y no les gusta mucho sentirse antologados.