Cartas desde la PurÍsima es una celda con grietas por donde se filtra la luz de la conciencia, una exploración Íntima de lo humano desde los márgenes de lo visible. Sus páginas son cartas lanzadas al viento desde un claustro en ruinas, donde la verdad no grita, pero resuena como eco ineludible en cada confesión escrita. La voz narrativa es una vela encendida en mitad del encierro, tenue pero obstinada, empeÛada en alumbrar lo que muchos preferirÍan mantener en penumbra. El ritmo del relato fluye como el goteo de una gotera en la noche: constante, hipnótico, penetrante, y acaba empapando al lector con preguntas que nadie responde del todo. Los personajes son vitrales rotos en una capilla abandonada: bellos en su imperfección, marcados por las cicatrices del silencio, del pecado heredado, del perdón que llega demasiado tarde o nunca llega. Cada carta es una espina en un ramo de rosas marchitas, una prueba de que incluso en el arrepentimiento hay belleza, aunque punce.La ambientación es un relicario polvoriento, donde lo sagrado y lo profano se entrelazan hasta confundirse, invitando al lector a mirar más allá de los sÍmbolos. Su estructura epistolar es un rosario desgranado de recuerdos, culpas y deseos mal enterrados, que pide al lector no solo atención, sino participación emocional. Su prosa es una llaga que no cicatriza, pero que duele con elegancia, cuidando cada palabra como si fuera una oración, incluso cuando narra lo indecible. En definitiva, Cartas desde la PurÍsima no es solo una historia: es una penitencia hecha literatura, un acto de exorcismo que convierte el dolor en arte, y lo escondido en revelación.